Ay, el pobre muchacho. Ha cambiado sus sueños, ahora quiere dedicarse a las letras. Empieza a emborronar papeles, tanteando versos, a veces prosa.
El chaval había nacido, en la calle Conde de Barajas, número 18, en el barrio de S. Lorenzo, cuya calle principal es Santa Clara.
Aun extremo, la iglesia de S. Lorenzo, campanas a misa mayor. En la plazuela del costado vivió nada menos que Hernán Cortés. Y calle adelante, el palacio del barón de Sabarona, el convento de Santa Clara, donde estuvo el palacio del Infante don Fadrique, y la torre mitad románica mitad gótica, de la defensa del río. Más allá, el monasterio de S. Clemente, fundado por el rey Fernando el Santo, y patrocinado por Alfonso X el Sabio. Convento para infantas y princesas que se quedasen solteras, y hasta para refugio de la viudedad de alguna reina.
Y hacia la mitad de la calle, en la acera izquierda, el palacio de Santa Coloma. Los condes de Santa Coloma, que sustituyeron en el palacio a los Bucarellis, prócese de familia genovesa que en España fueron generales, almirantes y hasta uno de ellos virrey de México. Pero todo eso no vale nada. Lo que verdaderamente vale es la belleza de la condensa de Santa Coloma. ¿Tiene treinta años?
La condesa es la mujer más bella de Sevilla. No, no, la mujer más bella del mundo. Al muchacho de catorce años se le saltan las lágrimas de emoción cuando la ve cuidando las macetas del balcón, geranios rosa y gitanillas rojas.
La condesa sale al balcón dos veces cada día; por las mañanas, un momento, y al atardecer para regarlas. Sobre el balcón está recio y severo, el escudo en piedra con la heráldica familiar de los Bucarellis. Y en el borde del tejado, una hilera de nidos de golondrinas, que a esa hora del poniente revolotean sobre la calle, ante el balcón, de un extremo otro de la fachada del palacio.
Y el muchachito de catorce años lleva una larga hora esperando a que la bella condesa, la más bella mujer del mundo, salga al balcón. La condesa no mira más que a las macetas, a las golondrinas que pasan ante el balcón.
El muchacho no puede contener sus lágrimas, sus lágrimas de enamorado sin esperanza. Amor, amor...
Se cerró la Escuela de Pilotos de la Carrera de Indias, y cerró este triste amor, por aquella mujer, la más bella del mundo, que nunca sabrá que un muchachito está llorando de amor por ella.
El muchacho se marchó a Madrid, a buscar fortuna en las letras. Escribió sin encontrar editor. Solamente pudo publicar sus versos en revistas pequeñas, marginales, pobres como él mismo.
Vivió pocos años. Sólo pudo alcanzar un empleo que le daba náuseas, figurar como director de un periódico, siendo el hombre de paja de una facción política, por unos céntimos.
Y se murió. Entonces se supo que era un buen poeta. Sus amigos, recogiendo donativos, y el donativo más espléndido lo hicieron el rey de España, Amadeo de Saboya y su esposa, ambas personas muy cultas y amantes de la poesía, pudieron costear la edición del único libro del poeta. Se publicó en Madrid, el año 1871, y en sus páginas se pueden leer unos versos de amor, dedicados a la mujer más bella del mundo, que se asomaba al balcón a cuidar sus macetas de flores. Los versos comenzaban con una triste queja de amor: "Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar"·... El libro se titulaba "Rimas", y su autor, muerto en plana juventud, se llamaba:
José Mª de Mena.